Por Laura Cristina Barbosa Cifuentes – Comunicadora social y periodista
En Colombia, la violencia no desaparece. Cambia de rostro, territorio y víctimas, pero sigue ahí. No importa cuánto se anuncien operativos o planes de seguridad: hay comunidades que viven con el miedo como rutina.
En 2024, las masacres disminuyeron, pero los grupos armados ilegales continúan controlando zonas donde el Estado no llega. El Cauca sigue siendo uno de los departamentos más afectados, donde la violencia colectiva evidencia la fragilidad institucional.
Las ciudades tampoco están a salvo. Cartagena reportó entre 381 y 411 homicidios en 2024, con tasas muy por encima del promedio nacional. En barrios donde la violencia es cotidiana, las familias viven con una sensación constante de inseguridad que ninguna estadística refleja por completo.
Los más vulnerables también sufren de manera desproporcionada. En 2024, 175 personas LGBTIQ+ fueron asesinadas en Colombia, casi la mitad del total regional en Hispanoamérica, y solo nueve casos llegaron a sentencia. La impunidad alimenta silenciosamente la violencia.
Esto demuestra que la violencia no es solo un residuo del conflicto armado: se reinventa, se traslada a las ciudades y afecta a quienes menos tienen protección, combinando crimen organizado con deficiencias institucionales. Las respuestas del Estado siguen siendo fragmentadas e insuficientes.
