Columnista: Laura Cristina Barbosa Cifuentes
Piedad Córdoba fue secuestrada por los paramilitares. Pero la orden no vino de las montañas. Vino de un escritorio del Estado.
El 21 de mayo de 1999, la entonces senadora liberal fue interceptada por hombres armados en Medellín cuando salía de una cita médica. Le dijeron que debía acompañarlos a una diligencia. No era cierto. Eran miembros de La Terraza, una banda al servicio de las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC).
Durante catorce días, Córdoba estuvo secuestrada en un campamento del Bloque Central Bolívar. Los paramilitares la acusaban de colaborar con el ELN, una versión que nunca se probó.
Veintiséis años después, la justicia confirmó lo que ella denunció desde entonces: el secuestro fue instigado desde el DAS, el organismo de inteligencia del Estado.
El responsable: José Miguel Narváez Martínez, exsubdirector del desaparecido Departamento Administrativo de Seguridad. El mismo que fue condenado por la instigación al asesinato de Jaime Garzón.
Esta vez, la jueza tercera penal del circuito especializado de Medellín lo sentenció a 28 años de prisión como determinador del secuestro. También le impuso una multa de 3.499 salarios mínimos, una inhabilidad de 20 años para ejercer cargos públicos y el pago de 800 salarios mínimos a Natalia Córdoba, hija de la senadora.
El fallo judicial dice que Narváez fue quien convenció al jefe paramilitar Carlos Castaño Gil de “darle un escarmiento” a Piedad Córdoba. Le entregó información reservada del DAS y le aseguró que la dirigente liberal “era una ficha del ELN”.
En otras palabras: el secuestro fue planeado con datos oficiales, desde la inteligencia del Estado.
Narváez no era un funcionario cualquiera. Era profesor de la Escuela Superior de Guerra y predicador de una doctrina que veía enemigos en todo el que pensara distinto. En sus clases hablaba del “enemigo interno” y lo identificaba con los defensores de derechos humanos, los periodistas críticos y los políticos de oposición.
Esa idea se convirtió en política. El enemigo interno dejó de ser una amenaza militar y pasó a ser un ciudadano incómodo. Desde los escritorios de inteligencia se elaboraron listas, se filtraron grabaciones, se crearon expedientes.
A Piedad Córdoba la estigmatizaron, la acusaron, la insultaron. Le dijeron guerrillera, traidora, exagerada. Y cuando fue secuestrada, muchos pensaron que “algo habría hecho”.
Lo que había hecho era incomodar al poder.
La sentencia de la jueza Castro declara el secuestro como delito de lesa humanidad. Es decir, que el crimen no prescribe y que el Estado tiene la obligación de reconocer su responsabilidad.
La decisión también revela un patrón que se repite en la historia reciente: Narváez aparece una y otra vez en los puntos donde la inteligencia del Estado se cruza con la violencia paramilitar. En el asesinato de Garzón, en la tortura psicológica de la periodista Claudia Julieta Duque, y ahora en el secuestro de Piedad Córdoba.
El Estado que debía protegerla fue el mismo que la entregó.
Córdoba murió este año sin escuchar el fallo, pero con la certeza de que tenía razón. Que su secuestro no fue una coincidencia, sino una decisión.
La justicia llega tarde, como siempre, pero llega. Y con ella, una verdad incómoda: no fueron los enemigos de la democracia los que la secuestraron, sino quienes hablaban en su nombre.