La Unidad Nacional para la Gestión del Riesgo de Desastres (UNGRD) nació para atender la emergencia, no para fabricarla. Su función era coordinar ayudas, contratar con rapidez y salvar vidas cuando un desastre golpeara a las comunidades. Sin embargo, ese diseño que concentraba poder y aceleraba procesos se transformó en una puerta abierta a la opacidad. El escándalo de los carrotanques destinados a La Guajira revela cómo la urgencia, sin contrapesos, terminó convertida en un botín político y económico.
En cuestión de meses, la UNGRD adjudicó contratos por 40 carrotanques para llevar agua a La Guajira. El negocio totalizó 46.800 millones de pesos, pero la Contraloría identificó sobrecostos superiores a 20.000 millones y aumentos de precios de hasta 700 %. Mientras tanto, la mayoría de los vehículos permanecía parqueada o sin operar, y la gente en las comunidades seguía esperando agua potable. En paralelo, se contrataron 1.626 jagüeyes que pasaron de 4.420 millones a 75.000 millones sin explicación clara. La fotografía es brutal: contratos multimillonarios para enfrentar la sequía, resultados casi nulos sobre el terreno.
Los nombres de los protagonistas ya son públicos. Sneyder Pinilla, exsubdirector de la UNGRD, aceptó cargos y fue condenado a más de cinco años de prisión por peculado y concierto para delinquir. Según la Fiscalía, entregó 3.000 millones al expresidente del Senado Iván Name y 1.000 millones al expresidente de la Cámara Andrés Calle como parte de la trama de sobornos. Olmedo López, exdirector de la Unidad, está investigado por la compra de los carrotanques y por otro contrato para tanques de agua por 8.000 millones. La Procuraduría abrió procesos disciplinarios; la Contraloría, procesos fiscales. Lo que empezó como “urgencia” terminó como una red de pagos, favores y contratos.
El patrón es transparente. Contrataciones en emergencia sin licitación, empresas sin experiencia que reciben contratos por cientos de millones, y operadores políticos actuando como intermediarios. Se suponía que la Unidad era técnica y neutral. En la práctica, se volvió un brazo de financiación paralela, donde la promesa de rapidez justificó atajos y silencios. La UNGRD, en vez de blindarse, terminó capturada por intereses que vieron en cada tragedia un negocio.
Las consecuencias para la gente son las que menos ocupan titulares: comunidades sin agua, proyectos inconclusos, y una institucionalidad debilitada justo en los momentos en que más se necesita. Las investigaciones de Fiscalía, Procuraduría y Contraloría avanzan, pero llegan tarde: cuando el dinero ya está girado y los contratos ejecutados. El mensaje es desolador: se puede usar la urgencia para saltarse controles y, con suerte, negociar una rebaja de pena años después.
La raíz del problema no está solo en los funcionarios corruptos sino en el diseño institucional. Un sistema que concentra facultades extraordinarias sin contrapesos produce incentivos para el abuso. La emergencia no puede seguir siendo un estado de excepción permanente donde se suspenden los controles básicos. La UNGRD necesita reglas nuevas: auditorías externas obligatorias y públicas, topes estrictos a contrataciones directas, nombramientos con filtros técnicos reales, y prohibición expresa de cualquier intermediación política en la adjudicación de contratos.
La corrupción en la UNGRD no es un error aislado ni un “caso” más. Es un síntoma de un Estado que se permite improvisar en lo más sensible: la atención a los vulnerables. Mientras no cambien las reglas, cada tragedia seguirá siendo oportunidad para saquear con contratos disfrazados de auxilio. Y mientras tanto, las comunidades seguirán esperando agua potable, no comunicados.
Por Laura Cristina Barbosa
